A LAS ROQUETAS, EN EL TAC, por SEMPRONIO


Diario de Barcelona, 10/11/1953

Ya no envidio a los amigos que, para sus desplazamientos, utilizan el Talgo y el Taf. Ayer yo tomé el Tac, que es el más nuevo medio de comunicación urbana. Sé que se llama Tac, porque una te, una a y una ce ostentaban en el pecho de los servidores de la flamante línea. Tres iniciales combinadas con una especie de aros olímpicos. Ahora, si ustedes quieren que les diga el significado del anagrama, francamente, no lo sé.

Hubiera podido preguntarlo, naturalmente. Pero los empleados del Tac no estaban ayer para cuestiones superfluas. Tenían mucho trabajo en explicar a los usuarios de la línea en qué consistía esos de la "circunvalación". El hecho de que dos autobuses hagan el mismo recorrido, si bien en sentido inverso, no cabe, por lo que vi, en algunas buenas cabezas de Las Roquetas y de Verdún.

  • Así, ¿el rojo también va a San Andrés?
  • ¡Naturalmente, señora! Pero en vez de ir, como el gris, por el final del cuarenta y siete, va por el puente del Dragón al trolebús...

    Clarísimo. Pero, desde hace cuarenta y ocho horas, el autobús gris y el autobús rojo, con su movimiento circunvalatorio, intrigan y preocupan a millares de suburbanos.

    Mientras, yo soy testigo de que la cosa funciona ordenadamente. En la rambla de Fabra y Puig tomé el gris, pagué sesenta céntimos y me acomodé como pude, estrujado por un gentío simpático y sencillo, en el que predominaban los chiquillos.

    Cesé de prestar atención a la humanidad interna, solicitando por la amenidad externa. El autobús había llegado a la calle de San Andrés, donde recogió peaje recién apeado del trolebús. Y colmado el coche hasta los estribos, seguimos adelante.

    El punto culminante del trayecto del Tac el "clímax", como dice la gente de cine es indiscutiblemente el paso del puente del Dragón. El momento de mayor emoción. El nombre del puente evoca estas vagonetas de los parques de atracciones que se deslizan por las fauces de las terribles fieras. Les advierto a ustedes que, cuando el Tac se aproxima al túnel, el recuerdo no es del todo desplazado...

    Afortunadamente, el dragón no devora a nadie, y el puente queda reducido a una oportuna diversión para los usuarios infantiles de la línea. Si la compañía del Norte llevara su gentileza al extremo de hacer coincidir el paso de un tren con el paso de un autobús yo incluiría el Tac entre los esparcimientos domingueros.

    El puente del Dragón es también punto crucial, porque una vez pasado, nos sale al encuentro el paisaje. Se acabaron las casas de San Andrés. El autobús circula por la campiña, tan adulterada como ustedes quieran, pero suficiente para engañar el bucólico anhelo que todos llevamos en el alma. La Montaña Pelada, el Carmelo y, más al norte, el Tibidabo, dominan el llano. Paupérrimos campos, escuálidos árboles y, de vez en cuando, una casita modernista, en cuyo frontis, historiadas letras proclaman: "Villa Enriqueta", "Villa Concepción", "Villa Joaquina"...

    Hasta que el conjunto ocre color de suburbio de Las Roquetas triunfa del verde de los campos. La iglesia del ladrillo, con el reloj parado a las doce y con su campanario entre andamios. Ascendemos un poco más y entramos en la vía Julia, auténtico foro de la barriada, cuyo desnivel salvan amplios peldaños... Si el Tac traía muchos niños a bordo, aquí, en la vía Julia, nos recibe un verdadero alud infantil. Los autobuses son el juguete de la gente menuda.

    En el extremo norte de la ciudad, Las Roquetas resulta el postrer confín barcelonés. Las Batuecas, diríamos por la lejanía. Pero la humildad de sus viviendas queda, esta mañana, compensada por el hechizo de la situación geográfica.

    Me hubiera gustado, un día que subo a Las Roquetas, teñirme el alma de color local, refrescar el bar Pons, visitar el Hogar del Productor. Pero no es cosa de esperar otro autobús.

    Y con celeridad, pues todo es descenso, el Tac va a parar a la carretera de Dalt. Luego, por el paso de Verdún, rozando la tapia del Instituto Mental, gana la calle de Pi y Molist y asoma a la plaza del Virrey Amat, corazón de Santa Eulalia de Vilapiscina. Un tranvía cuarenta y siete parado frente a la imponente iglesia, sorbe a casi toda la clientela del autobús, que, aligerado, huye como alma que lleva el diablo, por la rambla de Fabra y Puig. Es mediodía. El paseo se anima. Las chicas uniformadas de un colegio y los obreros de las fábricas andresenses miran pasar el Tac.